23 de mayo de 2007

Capitulo III

Era invierno y soplaba un viento tajante en el monte de los Olivos. Desde Jerusalén, a través de la angosta quebrada del valle de Cedrón, llegaba el olor a humo, incienso y carne quemada en el templo y su fetidez se mezclaba con el olor a trementina de los árboles de terebinto en las montañas.
En una abierta pendiente, a poca distancia de, la villa de Bethpagé, descansaba la inmensa caravana comercial de Pathros, de Palmira. Era tarde, y hasta el semental favorito del gran mercader había dejado de mordisquear en los arbustos de pistacho y se había recostado contra la suave cerca de laureles.
Más allá de la larga hilera de tiendas silenciosas, hebras de grueso cáñamo ceñían los troncos de cuatro antiquísimos árboles de olivo. Formaban un corral cuadrado en el que estaban encerrados informes bultos de camellos y asnos, acurrucados unos contra otros para darse calor. Con la excepción de dos guardias que hacían ronda cerca de los vagones de mercancías, el único movimiento que se observaba en el campamento era el de la alta y movediza sombra que se proyectaba contra la pared de pelos de camellos de la espaciosa tienda de Pathros.
Dentro de la tienda, Pathros se paseaba enojado de un extremo a otro, haciendo ocasionalmente una pausa para fruncir el entrecejo y sacudir la cabeza en dirección al joven, arrodillado tímidamente cerca de la entrada de la tienda. Finalmente inclinó su cuerpo enfermo hacia la alfombra entretejida de oro e hizo señas al joven para que se acercara.
—Hafid, tú has sido siempre como un hijo mío. Estoy perplejo y asombrado por tu extraño pedido. ¿No estás contento con tu trabajo?
Los ojos del joven seguían fijos en la alfombra.
—No, señor.
—¿Quizá el creciente aumento de nuestras caravanas ha hecho que tu labor de cuidar a los animales sea demasiado grande?
—No, señor.
—Te ruego entonces que me repitas tu pedido. Incluye también en tus palabras la razón que respalda tan extraordinario pedido.
—Deseo ser vendedor de sus mercancías en vez de ser simplemente un camellero.
Quiero llegar a ser como Hada, Simón, Caleb y los otros que parten de nuestros vagones de mercancías con animales que apenas pueden caminar con la carga de artículos, y que regresan con oro para usted y con oro para sí mismos. Quiero mejorar mi humilde posición en la vida. Como camellero nada soy, pero como vendedor suyo puedo adquirir riquezas y el éxito.
—¿Cómo lo sabes?
—Con frecuencia le he oído decir que no hay ningún negocio ni profesión que ofrezca más oportunidades para elevarse por encima de la pobreza y alcanzar grandes riquezas, que la del vendedor.
Pathros comenzó a asentir con la cabeza pero luego desistió de ello y continuó interrogando al joven.
—¿Crees que eres capaz de trabajar a la altura de Hadad y de los otros vendedores?
Hafid miró fijamente al anciano y le respondió:
—Muchas veces he alcanzado a oír que Caleb se quejaba ante usted de su mala suerte, le explicaba su falta de ventas y muchas veces le oí a usted recordarle que cualquiera podía vender todas las mercancías en sus almacenes en un corto espacio de tiempo si solo se dedicaba a aprender los principios y las leyes del arte de vender. Si usted cree que Caleb, a quien todos califican de tonto, puede aprender estos principios, luego entonces ¿no puedo yo también adquirir este conocimiento especial?
—Si adquieres estos principios, ¿cuál sería tu meta en la vida?
Hafid vaciló y luego dijo:
—Se ha comentado repetidamente por toda la tierra que usted es un gran vendedor. El mundo no ha visto jamás un emporio comercial tal como el que usted ha fundado mediante el dominio del arte de vender. Mi ambición es la de llegar a ser aún más grande que usted, el mercader más grande, el hombre más rico y el vendedor más grande del mundo.
Pathros echó el cuerpo hacia atrás y estudió el rostro de piel oscura del joven. El olor de los animales impregnaba aún las ropas del joven, quien sin embargo desplegaba muy poca humildad en su manera de comportarse.
—¿Y qué harás con todas las grandes riquezas y el temible poder que sin duda las acompañarán?
—Haré lo que usted hace. Proveeré a mi familia de los bienes más exquisitos de esté mundo, y el resto lo repartiré entre aquellos qué sufren necesidad.
Pathros sacudió la cabeza.
—Las riquezas, hijo mío, no deben ser jamás la meta de tu vida. Tus palabras son elocuentes, pero son meras palabras. La verdadera riqueza es la del corazón, y no la de la billetera.
Hafid persistió:
—¿No es usted rico, señor?
El anciano sonrió ante el atrevimiento de Hafid.
—Hafid, en lo que a las riquezas materiales respecta, existe una sola diferencia entre yo y el más humilde pordiosero fuera del palacio de Herodes. El pordiosero piensa solo en su próxima comida, y yo pienso solo en la comida que será mi última. No, hijo mío, no aspires a las riquezas y no trabajes solo para enriquecerte. Esfuérzate por alcanzar la felicidad, por ser amado y amar, y lo que es de más importancia, procura con ahínco alcanzar la paz mental y la serenidad.
Hafid siguió persistiendo.
—Pero todas estas cosas son imposibles sin el oro. ¿Quién puede vivir en la pobreza y alcanzar la paz mental? ¿Cómo se puede ser feliz con el estómago vacío? ¿Cómo puede uno demostrar amor por su familia si no puede alimentarla, vestirla y darle albergue?
Usted mismo ha dicho que las riquezas son buenas cuando proporcionan gozo a los demás. ¿Por qué entonces no es buena mi ambición de ser rico? La pobreza quizá sea un privilegio y hasta una forma de vida para el monje en el desierto, porque sólo tiene que sostenerse a sí mismo y agradar solo a su dios, pero yo considero que la pobreza es una señal de falta de capacidad o de falta de ambición. Y no creo que carezca de ambición ni de capacidad.
Pathros frunció el entrecejo.
—¿Qué es lo que ha provocado este repentino estallido de la ambición? Hablas de proveer para la familia y sin embargo no tienes familia, a menos que sea yo que te he adoptado el día en que la pestilencia se llevó a tu padre y tu madre.
El rostro de tez oscura de Hafid no pudo ocultar el repentino enrojecimiento de las mejillas.
—Mientras acampábamos en Hebrón antes de viajar hasta aquí, conocí a la hija de Calneh. Ella… ella…
—Ah sí, ahora sí que surge la verdad. El amor, y no los nobles ideales, ha cambiado a mi camellero en un poderoso soldado dispuesto a combatir al mundo. Calneh es un hombre muy rico. ¿Su hija y el camellero? ¡Nunca! ¿Pero su hija y un mercader rico, joven y bien parecido…? Ah, eso sí que es otro asunto. Muy bien, mi joven soldado, te ayudaré para que comiences tu carrera de vendedor.
El joven cayó de rodillas y se aferró del manto de Pathros.
—¡Señor, señor! ¿Qué palabras puedo pronunciar para agradecerle?
Pathros se apartó de Hafid y dio un paso atrás.
—Sugiero que te abstengas o de agradecerme por ahora. Cualquiera que sea la ayuda que te preste, será como un grano de arena en comparación con las montañas que tú tendrás que mover por ti mismo.
El gozo de Hafid se calmó de inmediato al preguntar:
—¿Me enseñará los principios y las leyes que me convertirán en un gran vendedor?
—No lo haré. Como tampoco te he mimado ni te he hecho fáciles los primeros años de tu juventud. He sido criticado con frecuencia por condenar a mi hijo adoptivo a la vida de camellero, pero creí siempre que si le ardía en el corazón el verdadero fuego, se manifestaría finalmente… Y cuando así ocurriera serías un hombre más maduro a raíz de los años de trabajos difíciles. Hoy, tu petición me ha hecho feliz, puesto que el fuego de la ambición arde en tus ojos y tu rostro refleja un deseo ardiente. Esto es bueno y mi proceder ha sido reivindicado, pero aún debes demostrar que hay algo más que aire detrás de tus palabras.
Hafid guardaba silencio, y el anciano continuó:
—En primer lugar, debes demostrarme a mí, y especialmente debes demostrarte a ti mismo, que puedes soportar la vida de un vendedor, porque no es una carrera fácil la que has elegido. Indudablemente, muchas veces me has oído decir que las recompensas son grandes, si uno alcanza el éxito, pero las recompensas son grandes solo porque son muy pocos los que alcanzan el éxito. Muchos sucumben a la desesperación y fracasan sin comprender que poseen ya todas las herramientas necesarias para adquirir una gran riqueza. Muchos otros hacen frente a los obstáculos que se erigen en su camino con temor y dudas y los consideran enemigos, cuando en realidad estos obstáculos son amigos y auxiliares. Los obstáculos son necesarios para el éxito, porque en las ventas, como en todas las carreras de importancia, se alcanza la victoria solo después de muchas luchas e incontables derrotas. Y sin embargo cada lucha, cada derrota, acrecienta la destreza y la fuerza, el valor y la resistencia, la habilidad y la confianza, de manera que cada obstáculo es un compañero dé armas que te obliga a ser mejor… o a abandonar la empresa. Cada desaire es una oportunidad de avanzar; si uno huye de los obstáculos o los evita, habrá echado a perder el futuro.
El joven asintió con la cabeza e iba a hablar pero el anciano levantó la mano y continuó:
—Además te embarcas en la profesión más solitaria del mundo. Hasta el despreciado recaudador de impuestos regresa a su hogar, a la puesta de sol, y las legiones de Roma tienen sus cuarteles que son como su casa. Pero tú te hallarás durante muchas puestas de sol lejos de tus amigos y de tus seres amados. Nada puede provocar con más rapidez en el corazón del hombre el sufrimiento de la soledad como cuando pasa frente a una casa extraña en la oscuridad y observa alumbrada por la lámpara en el interior, a una familia congregada para partir el pan de la noche. Es en estos períodos de soledad que las tentaciones te confrontarán —continuó Pathros—. La forma en que le hagas frente a estas tentaciones afectará profundamente tu carrera. Cuando te encuentres solo en el camino, acompañado solo de tu animal, te asaltará muchas veces una extraña y a menudo aterradora sensación. Con frecuencia, las perspectivas de la vida y nuestro sentido de los valores se olvidan transitoriamente y nos convertimos en niños, anhelando la seguridad y el amor de nuestros propios seres queridos. Lo que procuramos como substituto ha puesto fin a la carrera de muchos incluyendo a miles a quienes se les consideraba muy capacitados para el arte de las ventas. Además, no habrá nadie que satisfaga tus gustos ni te consuele cuando no hayas vendido las mercancías;
ninguno excepto aquellos que tratan de aprovecharse de tu dinero.
—Procederé con cuidado y cumpliré sus palabras de advertencia.
—Luego entonces comencemos. Por ahora no recibirás más consejos. Te yergues ante mí como un higo verde. Hasta que el higo no está maduro no puede llamarse higo, y hasta que no hayas sido expuesto al conocimiento y a la experiencia, no puedes ser llamado un vendedor.
—¿Cómo comenzaré?
—Por la mañana te presentarás a Silvio en los vagones de mercancía. Te entregará, bajo tu responsabilidad, uno de nuestros más hermosos mantos sin costura. Está tejido con pelo de cabra y resistirá aún las más intensas lluvias, y está teñido de rojo con las raíces de la planta llamada rubia, de manera que no se desteñirá nunca.
Cerca del ruedo descubrirás una pequeña estrella cosida en el interior. Esta es la marca de Tola, cuyo gremio fabrica los mejores mantos de todo el mundo. Junto a la estrella está mi marca, un círculo dentro de un cuadrado. Estas dos marcas son conocidas y respetadas en toda la tierra y hemos vendido incontables millares de estos mantos. He comerciado con los judíos durante tanto tiempo que sólo sé el nombre que ellos le dan a esta prenda. La llaman un abeyah.
Luego de una pausa añadió:
—Toma el manto y un asno y parte al amanecer para Belén, el pueblo que atravesó nuestra caravana antes de llegar aquí. Ninguno de nuestros vendedores visita jamás ese pueblo. Se afirma que es una pérdida de tiempo porque la gente es tan pobre, y sin embargo hace muchos años yo vendí centenares de mantos entre los pastores de aquella localidad. Quédate en Belén hasta que hayas vendido el manto.
Hafid asintió, procurando en vano ocultar su entusiasmo.
—¿A qué precio venderé el manto, mi señor?
—Cargaré en tu cuenta, en el libro mayor, la cantidad de un denario de plata. Cuando regreses, me envías un denario de plata. Guárdate para ti el excedente en calidad de comisión, de manera que en realidad tú eres quien fijas el precio del manto. Puedes visitar el mercado que está a la entrada meridional de la ciudad o puedes escoger visitar a cada una de las casas ubicadas en la ciudad, de las cuales estoy cierto que hay más de mil. Indudablemente es concebible que se pueda vender allí un manto ¿no es así?
Hafid asintió de nuevo pensando ya en el mañana.
Pathros puso su mano suavemente en el hombro del joven.
—No pondré a nadie para que ocupe tu cargo hasta que regreses. Si descubres que no tienes estómago para esta profesión, lo comprenderé y no debes pensar que te ha ocurrido una desgracia. Nunca te avergüences de emprender algo aunque fracases, porque aquel que no ha fracasado nunca, no ha intentado tampoco nada. A tu regreso te interrogaré largamente respecto de tus experiencias. Luego entonces decidiré de qué manera continuaré ayudándote para que tus sueños estrafalarios se cumplan.
Hafid se inclinó y se preparaba para salir, pero el anciano aún no había terminado.
—Hijo, hay un precepto que debes recordar al comenzar esta nueva vida. Guárdalo siempre fijo en la mente y vencerás obstáculos aparentemente imposibles que ciertamente te confrontarán, como le ocurre a todo aquel que tiene ambiciones.
Hafid esperó:
—¿Sí, señor?
—El fracaso no te sobrecogerá nunca si tu determinación para alcanzar el éxito es lo suficientemente poderosa.
Pathros se acercó al joven.
—¿Comprendes todo el significado de mis palabras?
—Sí, señor.
—Luego entonces, repítemelas.—El fracaso no me sobrecogerá nunca si mi determinación para alcanzar el éxito es lo suficientemente poderosa.

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